Crimen en un concierto de Miles Davis

Cuento (Nunca es tarde para morir Mr. Braden). 7-2-2018.



VERANO12

07 de febrero de 2018

Crimen en un concierto de Miles Davis

Por Mario Rapoport

Imagen: REP

 

El cuento por su autor

 

Este es el primer cuento que publico en mi vida, con dos salvedades que el lector debe conocer. Aunque colaboré muchas veces en PáginaI12, en mi calidad de economista, historiador o experto en relaciones internacionales, muchas veces mis artículos, sobre todo en la contratapa, tomaban una forma de cuento. Lo que me pareció más adecuado para dar a conocer temas importantes de una manera no menos sustanciosa que la meramente académica o periodística. La segunda salvedad la constituye el hecho de que este cuento proviene del capítulo de una novela negra, policial, Nunca es tarde para morir, Mr. Braden, que publica en estos días la editorial Punto de Encuentro, en su colección Código Negro. Es una novela que combina la historia, el crimen y la poesía con muchos personajes reales acompañando a los puramente de ficción. ¿Por qué la escribí, es muy simple? Todo lo que estudié de la realidad argentina y mundial tenía que desembocar en un río desbordado por mis primeros amores: cuentos y novelas al estilo de mis amados Chandler y Hammett con un fondo jazzístico. Este capítulo retocado no constituye el centro de la novela, que transcurre en parte en la Argentina, pero representa un aspecto de mi vida que siempre me acompañó. La mayoría de mis libros académicos los escribí como un detective investigando un crimen, aunque se trate de crímenes colectivos que la sociedad soporta con políticas poco o nada favorables para los pueblos. Y el jazz refleja sonidos maravillosos creados por una minoría en los Estados Unidos que le permitieron en alguna medida, mezclando la alegría y el dolor, superar su penosa condición de marginales en una sociedad que se cree opulenta.

 

Texto

 

El detective Rosebud no las tenía todas consigo. Su vida se asemejaba a la de un barco en medio de una tempestad moviéndose sin rumbo de un lado al otro. Nunca el caso que tenía entre manos, un ex embajador asesinado con un pasado turbio en América Latina, lo había exasperado tanto. Había muchos intereses en juego que deseaban, por una u otra razón, que mantuviera la boca cerrada. Como con un candado. Eran sectores poderosos en la política y en el gobierno, y con modos suaves o a puro golpe y drogas lo habían amenazado.

El era policía, no un superhombre, y en el rostro ya se le comenzaban a ver algunas arrugas impropias de su edad.Con el fin de despejarse un poco había invitado a su amigo Marco, el historiador vinculado familiarmente a la mafia, a escuchar un concierto de jazz. En Washington se hacían todavía buenos conciertos en instituciones públicas, como el estupendo Museo de Historia Americana, pero iba

muy poco porque su trabajo lo asfixiaba, no le dejaba momentos libres. Por otra parte estaba harto de ver allí, casi a la entrada, una exhibición de la dentadura postiza que usaba el general Washington. Sus compatriotas festejaban con cierto morbo a sus héroes y quizá las autoridades del Museo querían demostrar con ello que George no había sido un vampiro: los colmillos, aunque prestados, lucían normales. O sea, generalizando la idea, probablemente querían dar a entender que la historia del país, con intervenciones sangrientas de su gobierno en muchas partes del mundo, no obedecía a tendencias al vampirismo proveniente de los fundadores de la patria. Rosebud sostenía, de todos modos, que los problemas dentales del general no debían conformar el paladar de un museo histórico. 

El detective acostumbraba frecuentar un lugar dedicado al jazz ubicado en una casa de origen colonial en la que se había instalado el primer burdel de la ciudad. Para muchos clientes imaginativos todavía olía a sexo y perfumes antiguos de prostitutas. Una vez por mes se organizaban bailes que terminaban con parejas ocasionales haciéndose el amor mientras danzaban sin que les importara la mirada de los otros. Al menos la casona cumplía también en parte con sus viejas funciones. El dueño la había arreglado bien y para los conciertos de jazz importantes ponía un escenario y una especie de anfiteatro desmontable al estilo romano, con gradas con asientos, que lo rodeaba.

Esa noche resultaba especial. Estaba de paso por la ciudad Miles Davis, el gran trompetista, y su quinteto acústico. Miles iba a tocar allí porque era muy amigo del dueño, que alguna vez le había servido de representante, y quería hacerle un favor, enterado de que sus negocios no andaban demasiado bien. Descontado su pago, la recaudación de un concierto suyo sería igualmente sustanciosa. 

A Rosebud la nueva variante electrónica del inquieto y rebelde músico –que llevaba una competencia feroz, aunque perdida de antemano, con la creciente popularidad del rock– no le gustaba tanto. Amaba el sonido calmo y profundo de la trompeta habitual de su ídolo. Era como un río subterráneo que desde los oídos invadía todo su cuerpo inundándolo de un placer que pocas cosas podían brindar a su vida  llena de un vértigo que lo devoraba.

El detective había invitado a Marco, que prefería a Mozart, Bach y la más sosegada música clásica pero acompañaba siempre a su amigo cuando éste se lo pedía. Ambos estaban sentados justo en la primera fila frente al escenario, un lugar excepcional para ver el espectáculo. Se sabía que los policías tenían ventajas en cuanto a ubicaciones privilegiadas en los eventos deportivos y artísticos que deseaban ver si no estaban de turno, y si no iban los billetes que conseguían eran en ocasiones una buena y sustanciosa fuente de reventa. El fútbol americano, que no le atraía, le reportaba, por ejemplo, a Rosebud un pequeño extra.

Miles entró al escenario luciendo un espléndido traje negro y casi de inmediato, después de presentar a su grupo y de un breve saludo personal, se puso a tocar. En un principio su figura parecía fantasmal surgiendo de la semioscuridad y el humo que habían largado sobre el escenario. En las versiones acústicas su sonido era más profundo y melodioso, y cuando comenzaron los coros iniciales de Round Midnight, de Thelonious Monk, ya nada importaba. Era un estándar que últimamente Miles no tocaba pero que en una época en la que el hombre ya podía llegar a la luna podía ahorrarles, a los espectadores ansiosos de vivir esa aventura, un entrenamiento inútil en la NASA por la moderada suma del valor de un espectáculo. Su música hacía navegar en el espacio.

No resultaba fácil suponer que en un instante así los estados de ensoñación pueden ser peligrosos. El mismo Rosebud, que por su profesión estaba siempre alerta, no se dio cuenta de que un individuo descendía sigilosamente por el pasillo lateral hacia su asiento. Los que testimoniaron después pensaron que era para no hacer ruido ni distraer la atención, habiendo llegado tarde, algo que les parecía bien. 

En tanto, el creciente suspenso del tema, inspirado en el blues e interpretado por la cálida trompeta de Miles y el sostén de su excelente grupo, ganaba cada vez más a la audiencia. Una magia que pareció derrumbarse en un instante. 

La misteriosa figura, que ya había alcanzado la primera fila, tenía en una de sus manos un arma y sin vacilar disparó contra el detective cuatro o cinco veces para escapar raudamente sin importarle su acto criminal ni el haber roto el hechizo y alborotado a la gente. 

Miles interrumpió de inmediato su interpretación, las luces se encendieron plenamente y mientras Marco yacía ensangrentado en su asiento, Rosebud, a quien la mala puntería del tirador y su chaleco protector le habían evitado tener siquiera un rasguño, saltó instantáneamente del suyo. Después de comprobar, gracias a su experiencia en estos casos, que su amigo, aunque muy ensangrentado, sólo estaba herido superficialmente, lo dejó al cuidado de un médico que se hallaba entre los espectadores y se lanzó a la caza del criminal. 

Miles le hizo un leve saludo con su trompeta y le deseó suerte. Lo despedía como un superhéroe que iba a cumplir una hazaña, aunque quizá la misma música le había dado más fuerzas para lanzarse tras su propio y frustrado asesino: porque de eso se trataba, quería matarlo a él, no a Marco. 

Saltando de grada en grada, mientras la gente le abría paso por su revólver y la insignia de policía que mostraba en su mano izquierda, Rosebud distinguió la silueta del miserable procurando salir del lugar que ahora se encontraba bien iluminado; era difícil escapar. El criminal se dirigió entonces al escenario, tomó de rehén al baterista del grupo, que no lo vio venir, alzó su voz en dirección a Rosebud y pidió su protección para poder salir, de lo contrario mataría a su rehén y a los otros músicos que tuviera a su alcance. Quieto como una estatua de ébano, Miles lo observaba trompeta en mano quizá dispuesto a arrojársela por la cabeza. Lo que menos iba a dejar era que matasen al baterista. Además de tenerle mucho afecto como persona, su sonido y su ritmo eran imprescindibles para el conjunto. En la actitud calma del músico, Rosebud percibía a la persona que podría ayudarlo a zafar de esa difícil situación. 

Lo que a Miles se le ocurrió de inmediato es que nada debe interrumpir un concierto de jazz. Alzó su trompeta, hizo una seña a su grupo y reanudaron la música. El público parado en las butacas no lo podía creer. ¿Era así de insensible su ídolo? ¿Sus cualidades musicales no se correspondían con las de su persona? 

Rosebud se dio cuenta de lo que el trompetista trataba de hacer y le siguió el juego. El tirador debía estar desconcertado y había que aprovecharlo. Por el momento se sentía seguro con su revólver en la cabeza del baterista. Ahora, con las luces encendidas, se le notaban sus rasgos orientales y un fuerte sudor producto de su propio miedo. Miles tocaba y se acercaba cada vez más al delincuente, que no lo podía creer. Quizá pensaba que su trompeta también disparaba balas. Para asustarlo más, le quitó la sordina que usaba para ese tema y le lanzó a la cara temibles agudos mientras se le seguía acercando con mucho valor. 

En tanto, Rosebud hizo un rodeo y sin que el otro se diera cuenta, magnetizado por Miles, se colocó detrás del criminal apuntándole con su revólver. El hombre estaba ya casi liquidado, un agudo de trompeta por delante que le rompía los tímpanos y un revólver por detrás, que ya había percibido y le destrozaría otras partes más vitales de su cuerpo. Era un conjunto de jazz muy extraño con esa combinación de instrumentos. En última instancia, el arma de fuego también tenía su sonido, más si se trataba de una 45. 

El concierto fue mortal. El criminal prefirió darse vuelta para matar a Rosebud, lo que a éste le confirmaba haber sido su único objetivo. En cuanto a Miles, para el asesino podía seguir tocando todavía unos cuantos años más, su música le gustaba.

Pero no volvería a escucharla, ese fue su error. No sólo no conocía la puntería del detective sino que tampoco advirtió que una batería venía con dos palillos de madera que podían usarse contra cualquier objeto o sujeto, incluso contra él. Algo que ocurrió. Al tiempo que el hombre se daba vuelta para dispararle a Rosebud, el baterista le propinó un fuerte golpe en la cabeza, que sonó como otro tambor. El policía había apuntado sólo para herirlo, quería interrogarlo para saber sobre todo quien lo mandaba, si había sido el mismo que contrató el asesinato del embajador. Pero el golpe en la cabeza, si bien ayudó para desviar el disparo contra él, hizo que el suyo diera directamente en el corazón del delincuente: no habría interrogatorio posible. Como todo caballero y sin mostrar enojo, Rosebud no dejó de agradecer igualmente al baterista su valentía.

Miles sonrió un poco, algo raro de su parte, y siguió tocando imperturbable, ahora con todos sus músicos. Seguramente fue su mejor interpretación de Round Midnight y mereció el aplauso desenfrenado de los espectadores. Miles pensó fugazmente que debía agregarle al tema los dos disparos de revólver que seguramente estaban grabados. Resultó una noche apoteósica, comentada durante varios días en la ciudad. Claro, muy pocos mencionaron al muerto, quizás un loco.  

No significaba eso para Rosebud, que de inmediato pidió averiguar quién era el hombre y sus antecedentes. Algo extraño sucedió entonces: aquel sujeto no existía en ninguna documentación oficial o policial. Quizás era extranjero, pero Interpol no tenía tampoco referencia alguna sobre él. Éste podía ser un buen ejemplo de los casos descriptos por Marlowe. Personalmente, no le quedaba otra cosa que continuar con su rutina de trabajo. 

Rosebud estaba más tranquilo porque Marco ya había vuelto a su casa; sólo había sufrido heridas leves. En cuanto a él mismo, había resultado ileso pero su investigación seguía en blanco. Se preguntó si el muerto no sería el asesino del embajador, aunque no lo creía: los sicarios se cuidaban de matar a dos personas involucradas en un mismo crimen; la víctima y el que los estaba investigando. Preferían pasar la segunda tarea a otro ignorante de los motivos del primer caso, o dejarlo como estaba. Eso dependía también de quién los hubiera contratado y de sus propósitos o de la estimación del peligro que corría si la investigación avanzaba en la dirección correcta.

La conclusión a la que llegó era la misma que tuvo cuando dejó a Marlowe. La clave estaba en buscar al padre de la criatura, el que tenía el motivo y contrató al sicario. En cuanto a estos tipos, no paraban de trabajar nunca. Y si moría uno, lo seguía otro. Ni informales, ni desocupados, su oficio, viejo como el mundo, se llamaba muerte. Todo podía ser, sólo había que seguir buscando al instigador, luego se ocuparía de tratar de tirar al basurero de la historia el círculo de los sicarios. O, al menos, se decía más prudentemente, lo intentaría.

 

 


 

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